Teniente General Juan Domingo
Perón y Juan José Castelli
Por:
Juanjo Olivera
Conocido y en cierta forma, ya clásico, es
aquel monologo de Leo Masliha que presentaba a finales de los años 80 en
pequeños teatros de la calle Corrientes, donde una pareja que intentaba iniciar
un romance ponía intersecciones de calles para concretar “La cita”. Claro está que lejos estaban aún de existir los mensajes
de textos, los mails y los teléfonos celulares, y así el autor hilvanaba un
montón de cruces donde los grandes nombres de la revolución se cruzaban. Ante
la sugerencia de encontrarse en la esquina de Paraguay y Trotski, era negada por el otro enamorado debido a que
no sabía donde se encontraban esas calles o discutían si se interceptaban o
eran paralelas. Seguido a esto, el otro flechado por cupido, le sugería la
opción de Mao y Sandocan, por ejemplo.
De este modo, hay un largo dialogo de desencuentros, que a partir de desconocer
la red vial de la ciudad que dibuja Masliha, hace imposible el inicio de la
relación. Los nombres repican en los oídos del auditorio y subrayan con
resaltador fluorescente que la atención presta a lo fuera de lugar, al lugar de
los nombres cambiados, como aquello que Horacio González llamaría la paradoja
de los “nombres cambiados” en la obra
de John William Cooke, cuando en una dialéctica trágica expresa “en la Argentina los comunistas somos nosotros, los
peronistas”. Finalmente la pareja de Leo Masliha no logra concertar la cita
y terminan de la peor manera, lanzándose improperios y puteadas. No, como
supondríamos, por la inclinación hacia alguno de los nombres que crujen y hacen
ruido al estar juntos, tal como imaginamos que sucede cuando apagamos las luces
y los libros comienzan a hablar y discutir entre si. El encuentro no se produce,
simplemente porque la pareja no se puede encontrar. No reconocen los registros
de la cuadrícula de una geografía que nos resulta irrisoria e imposible, como
muchas de las calles que transitamos habitualmente en la Ciudad de Buenos Aires y
que miradas a la distancia, tal vez no se diferencie tanto a la ciudad
imaginada por el autor.
En los nombres de Perón y Castelli, Castelli y
Perón, la sola disposición al ordenarlos presupone ya una lógica
organizativa que puede ir desde la ubicación de la numeración de la traza al
peso gravitacional que genera uno u otro nombre en la memoria histórica y
cotidiana, que es lo mismo pero diferente, de un transeúnte. Perón, “ex
Cangallo”, recuerda el memorioso que no puede recordar, ni le interesó jamás
saber quién fue ese “ex”, aunque goza con la ignorancia ajena al saberse la
vieja identidad de la calle.
La denominación “Teniente General Juan Domingo Perón” reviste ya una intencionalidad
marcial. En lugar del nombre del líder, resalta más el intento de incorporar la
figura al panteón oficial de la nomenclatura de presidentes y guerreros
nacionales, que el que lo ata al imaginario popular como “el primer trabajador” que tararea en la memoria de miles de argentinos
que unen ese nombre a una bandera de combate y que en algunos casos lo expone
al juramento personal de llegar a la entrega total hacia una causa: “la vida por Perón”.
El reconocimiento y adscripción a la
nomenclatura de la traza ciudadana requiere la desapasionada, correcta, institucional
y homologada grafía de la letra del cartel azul con letras blancas. Remueve los
incómodos y muchas veces resistentes al paso del tiempo, relatos pasados
rubricados en tiza y carbón, los ferrites de las pintadas en las paredes y las
aureolas de los apresurados aerosoles militantes, porque resultan imposibles al
orden matemático de la racionalidad vial de los códigos urbanísticos y a los
programas de lectura de Historia en los colegios. Si es posible hablar de la
vida de los hombres en forma segmentada, el “joven
Marx”, “el Gramsci de los cuadernos
de la cárcel”, el “Trotski de Mexico”,
el muro de la ochava nos sitúa en un Perón descarnado, homologado para los
textos escolares de la
Capital Federal , de las guias Filcar y los calendarios de
efemérides.
Difícil es cambiar al habitual caminante de
la ciudad, sabedor, porteño orgulloso, pedirle que no diga “Cangallo”, que olvide al ingles imperialista Canning para que lo
suplante correctamente por los nuevos nombres del patriota Scalabrini Ortiz y
Perón. En esta pelea por los nombres hay una batalla campal por el
apoderamiento de trincheras de concepciones mentales y subjetividades que se
han ido cimentado por el paso del tiempo y los blindajes de la hegemonía y el
sentido común.
Durante los días en que salió la clase media
a aporrear las cacerolas, con el apoyo de los medios de comunicación opositores
y el gobierno de Mauricio Macri, era notable el gesto, el guiño, que
significaba sostener empecinado como distintivo la vieja denominación. Como si
porteño, partidario del PRO, defensor de los antiguos nombres, fueran la
antinomia a Gobierno Nacional, partidarios del kirchnerismo y joven iconoclasta
camporista dispuesto a cambiar la tranquilidad vial de un barrio.
Es que en cierta forma, la calle es una en un
sentido objetivo e histórico “Tte. Gral. Juan D. Perón”, y en otro sentido, subjetivamente y contra hegemónicamente
“Perón”, a secas, y esa forma de
decirlo es una divisa que enarbolada divide hombres en un combate cotidiano.
Por otro lado, más allá de las adaptaciones y
reciclajes que deben hacer los Consejos Deliberantes y las Legislaturas para
conseguir los consensos para realizar estos “reconocimientos”
viales, el “Tte. Gral Juan D. Perón”,
también ejerce una inclinación dentro del mismo peronismo, asociándolo a una
forma de pensar y concebir al peronismo.
Ese
Perón de la nomenclatura vial dista mucho de ser, por ejemplo, el Perón de la
izquierda del movimiento también caracterizado por Cooke como “el hecho maldito del país burgués” que tenía la potencialidad y peligrosidad
revolucionaria que le asignaba el imperio y lo equiparaba con otros movimientos
insurrecciónales del tercer mundo.
El Perón de la chapa azul, es el de las
legalidades y las normas de las burocracias castrenses y cuarteleras, del
último peronismo que izaba la insignia
de ser el “verdadero” peronismo
haciendo referencia al primer peronismo, negando el segundo peronismo, el del
exilio y de la resistencia, que había invocado una posible reencarnación en un trasvasamiento
generacional donde la vieja sangre del movimiento sería influida a las
juventudes de los años 70 mediantes la bendición del líder.
El Perón de la foto con el caballo pinto, de la Evita enjoyada, el que
compartía los desayunos con Isabel y López Rega, y el peronismo que pensaba en
la necesidad de desactivar las “formaciones
especiales” de la
Juventud Peronista porque se habían “infiltrado” para disputar el movimiento e impedían el desarrollo
pacífico del Pacto Social en el país, dialogan entre sí, se entienden perfecto,
le hablan al mismo publico. Son los textos de la Comunidad Organizada ,
El Manual de Conducción, Los Apuntes Militares y La Razón de Mi Vida, leídos con
devoción y guardados con feligresía en cajones familiares donde convivieron en
el ostracismo la cotidiana defección por la necesidad del sustento y la
rebeldía apaciguada del distintivo bajo la solapa. En el territorio donde no
hay mucho más lugar que para la imagen de la estampa y el recuerdo de algún
discurso incendiario dirigido desde el bacón de la Casa Rosada , no había ya
espacio para las Cartas al Dr. Cooke.
¿Pero es posible realizar esos recortes en
las vidas de las personas, en sus obras? ¿Podemos conocer el alma de un hombre
en su recorte? Suponemos que no, que solo tendríamos estampas, fotografías de
un momento, un icono para sintetizar y galvanizar una idea. Así, hoy sabemos por
ejemplo, que el pensamiento del Che Guevara es más complejo que la idea que nos
transmitía la foto de Korda en blanco y negro, por decirlo de alguna manera,
había mas grises y colores que el lente no podía atrapar.
Entonces Perón es también el de esas imágenes
y otras más, juntas y agrupadas, podemos, como un sinuoso rompecabezas percibir
el drama y cierta totalidad de su obra.
El cruce de esos nombres, el de Perón y el de
Castelli son significativos y relevantes, seguramente mucho más atractivos para
el escritor de epopeyas y buscador de épicas que el paisaje real del lugar
donde se haya la intersección. Urbanísticamente caótica y cosmopolita,
transitan por allí todas las corrientes migratorias de este principio de siglo
XXI. Se encuentran judíos y orientales fabricantes y vendedores mayoristas de
ropa, con la mano de obra de trabajadores del Gran Buenos Aires, con los venidos
de países limítrofes, y gente que carga con esfuerzo enormes bolsones para
vender “al por menor” en los pueblos
de las provincias argentinas. La cartelería y el transito son imposibles, con
solo pararse un minuto en la vereda uno siente que molesta y que está ocupando
un espacio que cuesta un dineral. Si para Scalabrini Ortiz, el Hombre que estaba
solo y esperaba, estaba en Corrientes y Esmeralda, en Perón y Castelli, está el
hombre que es explotado por las fuerzas del capital y no le queda tiempo para
esperar, solo debiera irse rápido para salvar su vida. Visto el lugar desde las
alturas de los edificios que rodean la esquina, es lo más parecido a ver un
hormiguero o el trabajo comunitario de ciertas especies, y si bien la noche
trae la calma, si no fuera por la cercanía con la vieja estación de trenes que
trae una brisa distinta proveniente del oeste, la zona no estaría enganchada al
resto del país. Si la estación de trenes y la noche, no estarían cerca, el
lugar sería uno de los infiernos que modeló Roden en sus famosas puertas, y no
sería parte del país sino una extensión de Hong-Kong, el Bronx de Nueva York o
algún lugar del DF mexicano. Decirse argentino, aquí, es igual a decir
marroquí, noruego o malayo. Aquí todo intento de nacionalidad es inútil y
ridículo, el pasaporte suplanta al DNI y el dinero en efectivo al idioma.
Esas calles vienen y nacen en otros lados y
otros tiempos. Si se cruzan en ese lugar estos personajes es por lo irrisorio,
es como cuando dos personas quieren realizar un encuentro clandestino, buscan
el lugar menos evidente.
¿Pueden hablar
entre si Perón y Castelli? ¿Qué nos tienen para decir?
Los dos grandes oradores, seguramente
quemarían miles de horas en un duelo verbal larguísimo. Castelli, “el Tribuno
de la revolución” en textos de Andrés Rivera, nos repetiría con vocablos
jacobinos y voluntad inflamable toda la confianza y la fuerza en la razón y el
destino emancipatorio del hombre, del Ser. Castelli, uno de los pensadores y
principales conspiradores del partido morenísta nos contaría los secretos de la
pólvora revolucionaria, las intrigas de los poderosos y las traiciones de los
débiles. El es quien fusila al héroe de la Reconquista de Buenos
Aires, Liniers, y forma parte de aquellos primeros hombres de nuestra
independencia americana que estaban más familiarizados con el comercio y los
círculos literarios que con la vida militar que lo condujo a marchar al frente
del ejército revolucionario porteño hacia la primera campaña al Alto Perú para
contener el avance de las tropas del realista Goyeneche y que terminará con la
derrota patria en Huaqui.
Castelli es el revolucionario. Su figura
silenciada, su sombra fantasmal, opacada y limada resiste solo el olvido año
tras año en cada niño que festeja la gesta del 25 de Mayo de 1810, y colgado en
la nomenclatura vial nos hace un tin-tin metálico de cartel de chapa en la memoria,
que nos recuerda que allí está, que no se fue.
Si Perón puede hablar el leguaje de la
revolución, y se dirá que ciertamente lo ha hecho, es en el fondo el gran
debate. Su idea de la revolución está estrechamente coaligada a la idea de
orden, se interviene para organizar, para cambiar las cosas, pero la
posibilidad del derramamiento de sangre para realizar los cambios profundos y
estructurales no está en su doctrina. El costo de desangrar al país, de
desarticularlo económica y socialmente es tan alto que es preferible apostar al
tiempo más que a las armas.
El peronismo sería una revolución en sí. Una
expresión concreta y limitada del cambio, dura lo que el peronismo dura en el
poder, y puede reiterarse solo con este mismo gobernando. El jacobinismo de Castelli
y los herederos de la Francia
revolucionaria que se transfiere a los revolucionarios del siglo XX, sostienen
que el rodar de las cabezas por el patíbulo era la forma de asegurar que no
volviera el régimen depuesto. A la luz de los tiempos una y otra experiencia
nos muestra que no estaban totalmente acertados ni totalmente equivocados. Los
jacobinos no pudieron frenar la reacción y el paso del tiempo les señaló que
aquello que creían terminado volvía, en el caso de la revolución francesa con
la etapa napoleónica e Imperial, en el caso de la revolución rusa, el enemigo
tan combatido, el mismo capitalismo a fines del siglo XX.
En el caso del peronismo esa no
profundización y definición que le pedía Cooke que tuviese Perón, habría
llevado al movimiento “potencialmente
revolucionario” a convertirse en el “gigante,
miope e invertebrado” y ser derrotado en el 55 por la alianza de las
Fuerzas Armadas con la oligarquía terrateniente y el apoyo norteamericano. El
peronismo al no definir su rumbo, corría el peligro de “terminar matándonos
mutuamente”, como alertaba Cooke a principios de los 60, cosa que ocurrió a
mediados de la década del 70 y ese desvarío se materializó con la peor
expresión, la traición del menemismo de los 90.
Si los revolucionarios de 1810, jugaban, en
palabras de David Viñas, un juego de mascaras donde simulaban ser monárquicos defensores
de Fernando VII para ocultar su revolución jacobina, el peronismo triunfante de
los 90, tras la mascara del peronismo revolucionario y los rasgos del caudillismo
irredento se escondió el peor enemigo: la traición, latente en el movimiento
nacional.
En cierta forma ambas experiencias son
revolucionarias e inconclusas, pero por más lejanos que nos parezcan estos
debates, individualmente, continúan integrando la cosmovisión de nuestro
lenguaje político nacional y su gravitación oscila como un péndulo entre el
conservadurismo, el reformismo y la revolución, interrumpidamente a lo largo de
la historia argentina. No sabremos nunca los diálogos que pudieran tener estos hombres
en los confines de la existencia histórica. Sabemos sí que ambos están clavados
en la memoria de cada argentino y son llamados a la acción a la hora de pensar
el bien y la grandeza de su país. El deseo, sería entonces, que logremos
escapar al desencuentro en que caían los amantes de Leo Masliha y vencedores al
fin a la invariante, encontrarnos volviendo a los lugares comunes y conocidos,
en la reafirmación identitaria y emancipatoria, en la realización de nuestra
Nación con un destino de libertad, justicia y soberanía popular. Como dice la
marchita, donde reine el amor y la
igualdad, o si se prefiere como la canción de la Asamblea de 1813 que
saluda la libertad y la noble igualdad, casi lo mismo.
Once (notas para
un recuadro)
¿Por qué Once?
Ese número nada dice y nadie se hace la
pregunta, a nadie le importa.
El nombre como lo poco de humano que existe allí lo acarrea de la terminal de ferrocarril, llamada Once de Septiembre, por el 11 de septiembre de 1852, cuando Buenos Aires se
separó del resto de la Confederación Argentina.
Once es urbano, cosmopolita y marginal. Se
venden las mercancías venidas de ultramar y las fabricadas en el país, con
materias primas que llegan al país o se elaboran aquí. Sin embargo, personas y
artículos son imposibles de reconocer como productos locales. Es el lugar por
donde transcurre el comercio de bajo interés, ropa de mediana y baja calidad,
basura electrónica de oriente, bijouterie y
juguetes importados. Las calles no están para ser transitadas por vehículos
sino por los peatones que las invaden y los empleados de los negocios que
cargan carros, y las veredas no cumplen para lo que fueron creadas, o mejor
dicho, aquí fueron creadas no para que transite el peatón sino como una
extensión del escaparate y el perchero del tendero.
El lenguaje de Once es universal. Porque su
idioma es el dinero en efectivo, contado, monoseado, en fajos o en pilones,
pero nada denota algún signo de riqueza, belleza o lujo.
La arquitectura del lugar no ha sido pensada
para la vida del hombre, aunque haya gente que viva en algunos edificios,
mayormente de alquiler o habitados por los hijos y parientes de los dueños
judíos de los locales que dan a la calle.
La cercanía de la Estación de ferrocarril
la une al cuerpo del país. Sin ese enganche, Once boyaría sin control de las
autoridades y no se podría asirlo al mapa. Si no existiera el ir y venir de las
personas que llegan y van en tren, que es la puerta de entrada hacia el oeste,
antes el temido desierto, luego la campaña mirada con ilusión por los
inmigrantes de finales de siglo XIX y principios de siglo XX, y hoy el
conurbano profundo donde conviven el barrio privado con la villa miseria, Once
quedaría librado al libre albedrío de los juegos del capital y el comercio. Si
no existiera ese transito local por la zona, el poder de vigilancia y control
estaría gobernado por los dueños de los locales y las cámaras de comercio y no
por los funcionarios gubernamentales.
Si bien la noche le acerca aire al Once,
también la transforma en un lugar oscuro y tenebroso. De la aglomeración de
personas solo quedan algunos espectros encorvados sobre los tachos y bolsas que
revuelven en busca de los despojos de cartón y tela que sobraron de los
intercambios y del gran movimiento comercial que hicieron los dueños del Once durante
el día. Caminar de noche por la zona es atraer la tristeza y la muerte.