Centauro descamisado

Centauro descamisado
Daniel Santoro

viernes, 10 de enero de 2014


   

Teniente General Juan Domingo Perón y Juan José Castelli

Por: Juanjo Olivera

Conocido y en cierta forma, ya clásico, es aquel monologo de Leo Masliha que presentaba a finales de los años 80 en pequeños teatros de la calle Corrientes, donde una pareja que intentaba iniciar un romance ponía intersecciones de calles para concretar “La cita”. Claro está que lejos estaban aún de existir los mensajes de textos, los mails y los teléfonos celulares, y así el autor hilvanaba un montón de cruces donde los grandes nombres de la revolución se cruzaban. Ante la sugerencia de encontrarse en la esquina de Paraguay y Trotski, era negada por el otro enamorado debido a que no sabía donde se encontraban esas calles o discutían si se interceptaban o eran paralelas. Seguido a esto, el otro flechado por cupido, le sugería la opción de Mao y Sandocan, por ejemplo. De este modo, hay un largo dialogo de desencuentros, que a partir de desconocer la red vial de la ciudad que dibuja Masliha, hace imposible el inicio de la relación. Los nombres repican en los oídos del auditorio y subrayan con resaltador fluorescente que la atención presta a lo fuera de lugar, al lugar de los nombres cambiados, como aquello que Horacio González llamaría la paradoja de los “nombres cambiados” en la obra de John William Cooke, cuando en una dialéctica trágica expresa “en la Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”. Finalmente la pareja de Leo Masliha no logra concertar la cita y terminan de la peor manera, lanzándose improperios y puteadas. No, como supondríamos, por la inclinación hacia alguno de los nombres que crujen y hacen ruido al estar juntos, tal como imaginamos que sucede cuando apagamos las luces y los libros comienzan a hablar y discutir entre si. El encuentro no se produce, simplemente porque la pareja no se puede encontrar. No reconocen los registros de la cuadrícula de una geografía que nos resulta irrisoria e imposible, como muchas de las calles que transitamos habitualmente en la Ciudad de Buenos Aires y que miradas a la distancia, tal vez no se diferencie tanto a la ciudad imaginada por el autor.
En los nombres de Perón y Castelli, Castelli y Perón, la sola disposición al ordenarlos presupone ya una lógica organizativa que puede ir desde la ubicación de la numeración de la traza al peso gravitacional que genera uno u otro nombre en la memoria histórica y cotidiana, que es lo mismo pero diferente, de un transeúnte. Perón, “ex Cangallo”, recuerda el memorioso que no puede recordar, ni le interesó jamás saber quién fue ese “ex”, aunque goza con la ignorancia ajena al saberse la vieja identidad de la calle.
La denominación “Teniente General Juan Domingo Perón” reviste ya una intencionalidad marcial. En lugar del nombre del líder, resalta más el intento de incorporar la figura al panteón oficial de la nomenclatura de presidentes y guerreros nacionales, que el que lo ata al imaginario popular como “el primer trabajador” que tararea en la memoria de miles de argentinos que unen ese nombre a una bandera de combate y que en algunos casos lo expone al juramento personal de llegar a la entrega total hacia una causa: “la vida por Perón”.
El reconocimiento y adscripción a la nomenclatura de la traza ciudadana requiere la desapasionada, correcta, institucional y homologada grafía de la letra del cartel azul con letras blancas. Remueve los incómodos y muchas veces resistentes al paso del tiempo, relatos pasados rubricados en tiza y carbón, los ferrites de las pintadas en las paredes y las aureolas de los apresurados aerosoles militantes, porque resultan imposibles al orden matemático de la racionalidad vial de los códigos urbanísticos y a los programas de lectura de Historia en los colegios. Si es posible hablar de la vida de los hombres en forma segmentada, el “joven Marx”, “el Gramsci de los cuadernos de la cárcel”, el “Trotski de Mexico”, el muro de la ochava nos sitúa en un Perón descarnado, homologado para los textos escolares de la Capital Federal, de las guias Filcar y los calendarios de efemérides.

Difícil es cambiar al habitual caminante de la ciudad, sabedor, porteño orgulloso, pedirle que no diga “Cangallo”, que olvide al ingles imperialista Canning para que lo suplante correctamente por los nuevos nombres del patriota Scalabrini Ortiz y Perón. En esta pelea por los nombres hay una batalla campal por el apoderamiento de trincheras de concepciones mentales y subjetividades que se han ido cimentado por el paso del tiempo y los blindajes de la hegemonía y el sentido común.
Durante los días en que salió la clase media a aporrear las cacerolas, con el apoyo de los medios de comunicación opositores y el gobierno de Mauricio Macri, era notable el gesto, el guiño, que significaba sostener empecinado como distintivo la vieja denominación. Como si porteño, partidario del PRO, defensor de los antiguos nombres, fueran la antinomia a Gobierno Nacional, partidarios del kirchnerismo y joven iconoclasta camporista dispuesto a cambiar la tranquilidad vial de un barrio.
Es que en cierta forma, la calle es una en un sentido objetivo e histórico “Tte. Gral. Juan D. Perón”,  y en otro sentido, subjetivamente y contra hegemónicamente “Perón”, a secas, y esa forma de decirlo es una divisa que enarbolada divide hombres en un combate cotidiano.
Por otro lado, más allá de las adaptaciones y reciclajes que deben hacer los Consejos Deliberantes y las Legislaturas para conseguir los consensos para realizar estos “reconocimientos” viales, el “Tte. Gral Juan D. Perón”, también ejerce una inclinación dentro del mismo peronismo, asociándolo a una forma de pensar y concebir al peronismo.

 Ese Perón de la nomenclatura vial dista mucho de ser, por ejemplo, el Perón de la izquierda del movimiento también caracterizado por Cooke como “el hecho maldito del país burgués”  que tenía la potencialidad y peligrosidad revolucionaria que le asignaba el imperio y lo equiparaba con otros movimientos insurrecciónales del tercer mundo.
El Perón de la chapa azul, es el de las legalidades y las normas de las burocracias castrenses y cuarteleras, del último peronismo que izaba  la insignia de ser el “verdadero” peronismo haciendo referencia al primer peronismo, negando el segundo peronismo, el del exilio y de la resistencia, que había invocado una posible reencarnación en un trasvasamiento generacional donde la vieja sangre del movimiento sería influida a las juventudes de los años 70 mediantes la bendición del líder.
El Perón de la foto con el caballo pinto, de la Evita enjoyada, el que compartía los desayunos con Isabel y López Rega, y el peronismo que pensaba en la necesidad de desactivar las “formaciones especiales” de la Juventud Peronista porque se habían “infiltrado” para disputar el movimiento e impedían el desarrollo pacífico del Pacto Social en el país, dialogan entre sí, se entienden perfecto, le hablan al mismo publico. Son los textos de la Comunidad Organizada, El Manual de Conducción, Los Apuntes Militares y La Razón de Mi Vida, leídos con devoción y guardados con feligresía en cajones familiares donde convivieron en el ostracismo la cotidiana defección por la necesidad del sustento y la rebeldía apaciguada del distintivo bajo la solapa. En el territorio donde no hay mucho más lugar que para la imagen de la estampa y el recuerdo de algún discurso incendiario dirigido desde el bacón de la Casa Rosada, no había ya espacio para las Cartas al Dr. Cooke.
¿Pero es posible realizar esos recortes en las vidas de las personas, en sus obras? ¿Podemos conocer el alma de un hombre en su recorte? Suponemos que no, que solo tendríamos estampas, fotografías de un momento, un icono para sintetizar y galvanizar una idea. Así, hoy sabemos por ejemplo, que el pensamiento del Che Guevara es más complejo que la idea que nos transmitía la foto de Korda en blanco y negro, por decirlo de alguna manera, había mas grises y colores que el lente no podía atrapar.
Entonces Perón es también el de esas imágenes y otras más, juntas y agrupadas, podemos, como un sinuoso rompecabezas percibir el drama y cierta totalidad de su obra.

El cruce de esos nombres, el de Perón y el de Castelli son significativos y relevantes, seguramente mucho más atractivos para el escritor de epopeyas y buscador de épicas que el paisaje real del lugar donde se haya la intersección. Urbanísticamente caótica y cosmopolita, transitan por allí todas las corrientes migratorias de este principio de siglo XXI. Se encuentran judíos y orientales fabricantes y vendedores mayoristas de ropa, con la mano de obra de trabajadores del Gran Buenos Aires, con los venidos de países limítrofes, y gente que carga con esfuerzo enormes bolsones para vender “al por menor” en los pueblos de las provincias argentinas. La cartelería y el transito son imposibles, con solo pararse un minuto en la vereda uno siente que molesta y que está ocupando un espacio que cuesta un dineral. Si para Scalabrini Ortiz, el Hombre que estaba solo y esperaba, estaba en Corrientes y Esmeralda, en Perón y Castelli, está el hombre que es explotado por las fuerzas del capital y no le queda tiempo para esperar, solo debiera irse rápido para salvar su vida. Visto el lugar desde las alturas de los edificios que rodean la esquina, es lo más parecido a ver un hormiguero o el trabajo comunitario de ciertas especies, y si bien la noche trae la calma, si no fuera por la cercanía con la vieja estación de trenes que trae una brisa distinta proveniente del oeste, la zona no estaría enganchada al resto del país. Si la estación de trenes y la noche, no estarían cerca, el lugar sería uno de los infiernos que modeló Roden en sus famosas puertas, y no sería parte del país sino una extensión de Hong-Kong, el Bronx de Nueva York o algún lugar del DF mexicano. Decirse argentino, aquí, es igual a decir marroquí, noruego o malayo. Aquí todo intento de nacionalidad es inútil y ridículo, el pasaporte suplanta al DNI y el dinero en efectivo al idioma.
Esas calles vienen y nacen en otros lados y otros tiempos. Si se cruzan en ese lugar estos personajes es por lo irrisorio, es como cuando dos personas quieren realizar un encuentro clandestino, buscan el lugar menos evidente.

¿Pueden hablar entre si Perón y Castelli? ¿Qué nos tienen para decir?
Los dos grandes oradores, seguramente quemarían miles de horas en un duelo verbal larguísimo. Castelli, “el Tribuno de la revolución” en textos de Andrés Rivera, nos repetiría con vocablos jacobinos y voluntad inflamable toda la confianza y la fuerza en la razón y el destino emancipatorio del hombre, del Ser. Castelli, uno de los pensadores y principales conspiradores del partido morenísta nos contaría los secretos de la pólvora revolucionaria, las intrigas de los poderosos y las traiciones de los débiles. El es quien fusila al héroe de la Reconquista de Buenos Aires, Liniers, y forma parte de aquellos primeros hombres de nuestra independencia americana que estaban más familiarizados con el comercio y los círculos literarios que con la vida militar que lo condujo a marchar al frente del ejército revolucionario porteño hacia la primera campaña al Alto Perú para contener el avance de las tropas del realista Goyeneche y que terminará con la derrota patria en Huaqui.
Castelli es el revolucionario. Su figura silenciada, su sombra fantasmal, opacada y limada resiste solo el olvido año tras año en cada niño que festeja la gesta del 25 de Mayo de 1810, y colgado en la nomenclatura vial nos hace un tin-tin metálico de cartel de chapa en la memoria, que nos recuerda que allí está, que no se fue.
Si Perón puede hablar el leguaje de la revolución, y se dirá que ciertamente lo ha hecho, es en el fondo el gran debate. Su idea de la revolución está estrechamente coaligada a la idea de orden, se interviene para organizar, para cambiar las cosas, pero la posibilidad del derramamiento de sangre para realizar los cambios profundos y estructurales no está en su doctrina. El costo de desangrar al país, de desarticularlo económica y socialmente es tan alto que es preferible apostar al tiempo más que a las armas.
El peronismo sería una revolución en sí. Una expresión concreta y limitada del cambio, dura lo que el peronismo dura en el poder, y puede reiterarse solo con este mismo gobernando. El jacobinismo de Castelli y los herederos de la Francia revolucionaria que se transfiere a los revolucionarios del siglo XX, sostienen que el rodar de las cabezas por el patíbulo era la forma de asegurar que no volviera el régimen depuesto. A la luz de los tiempos una y otra experiencia nos muestra que no estaban totalmente acertados ni totalmente equivocados. Los jacobinos no pudieron frenar la reacción y el paso del tiempo les señaló que aquello que creían terminado volvía, en el caso de la revolución francesa con la etapa napoleónica e Imperial, en el caso de la revolución rusa, el enemigo tan combatido, el mismo capitalismo a fines del siglo XX.
En el caso del peronismo esa no profundización y definición que le pedía Cooke que tuviese Perón, habría llevado al movimiento “potencialmente revolucionario” a convertirse en el “gigante, miope e invertebrado” y ser derrotado en el 55 por la alianza de las Fuerzas Armadas con la oligarquía terrateniente y el apoyo norteamericano. El peronismo al no definir su rumbo, corría el peligro de “terminar matándonos mutuamente”, como alertaba Cooke a principios de los 60, cosa que ocurrió a mediados de la década del 70 y ese desvarío se materializó con la peor expresión, la traición del menemismo de los 90.
Si los revolucionarios de 1810, jugaban, en palabras de David Viñas, un juego de mascaras donde simulaban ser monárquicos defensores de Fernando VII para ocultar su revolución jacobina, el peronismo triunfante de los 90, tras la mascara del peronismo revolucionario y los rasgos del caudillismo irredento se escondió el peor enemigo: la traición, latente en el movimiento nacional.
En cierta forma ambas experiencias son revolucionarias e inconclusas, pero por más lejanos que nos parezcan estos debates, individualmente, continúan integrando la cosmovisión de nuestro lenguaje político nacional y su gravitación oscila como un péndulo entre el conservadurismo, el reformismo y la revolución, interrumpidamente a lo largo de la historia argentina. No sabremos nunca los diálogos que pudieran tener estos hombres en los confines de la existencia histórica. Sabemos sí que ambos están clavados en la memoria de cada argentino y son llamados a la acción a la hora de pensar el bien y la grandeza de su país. El deseo, sería entonces, que logremos escapar al desencuentro en que caían los amantes de Leo Masliha y vencedores al fin a la invariante, encontrarnos volviendo a los lugares comunes y conocidos, en la reafirmación identitaria y emancipatoria, en la realización de nuestra Nación con un destino de libertad, justicia y soberanía popular. Como dice la marchita, donde reine el amor y la igualdad, o si se prefiere como la canción de la Asamblea de 1813 que saluda la libertad y la noble igualdad, casi lo mismo.



Once (notas para un recuadro)
¿Por qué Once?
Ese número nada dice y nadie se hace la pregunta, a nadie le importa. El nombre como lo poco de humano que existe allí lo acarrea de la terminal de ferrocarril, llamada Once de Septiembre, por el 11 de septiembre de 1852, cuando Buenos Aires se separó del resto de la Confederación Argentina.
Once es urbano, cosmopolita y marginal. Se venden las mercancías venidas de ultramar y las fabricadas en el país, con materias primas que llegan al país o se elaboran aquí. Sin embargo, personas y artículos son imposibles de reconocer como productos locales. Es el lugar por donde transcurre el comercio de bajo interés, ropa de mediana y baja calidad, basura electrónica de oriente, bijouterie y  juguetes importados. Las calles no están para ser transitadas por vehículos sino por los peatones que las invaden y los empleados de los negocios que cargan carros, y las veredas no cumplen para lo que fueron creadas, o mejor dicho, aquí fueron creadas no para que transite el peatón sino como una extensión del escaparate y el perchero del tendero.
El lenguaje de Once es universal. Porque su idioma es el dinero en efectivo, contado, monoseado, en fajos o en pilones, pero nada denota algún signo de riqueza, belleza o lujo.
La arquitectura del lugar no ha sido pensada para la vida del hombre, aunque haya gente que viva en algunos edificios, mayormente de alquiler o habitados por los hijos y parientes de los dueños judíos de los locales que dan a la calle.
La cercanía de la Estación de ferrocarril la une al cuerpo del país. Sin ese enganche, Once boyaría sin control de las autoridades y no se podría asirlo al mapa. Si no existiera el ir y venir de las personas que llegan y van en tren, que es la puerta de entrada hacia el oeste, antes el temido desierto, luego la campaña mirada con ilusión por los inmigrantes de finales de siglo XIX y principios de siglo XX, y hoy el conurbano profundo donde conviven el barrio privado con la villa miseria, Once quedaría librado al libre albedrío de los juegos del capital y el comercio. Si no existiera ese transito local por la zona, el poder de vigilancia y control estaría gobernado por los dueños de los locales y las cámaras de comercio y no por los funcionarios gubernamentales.

Si bien la noche le acerca aire al Once, también la transforma en un lugar oscuro y tenebroso. De la aglomeración de personas solo quedan algunos espectros encorvados sobre los tachos y bolsas que revuelven en busca de los despojos de cartón y tela que sobraron de los intercambios y del gran movimiento comercial que hicieron los dueños del Once durante el día. Caminar de noche por la zona es atraer la tristeza y la muerte.