Centauro descamisado

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Daniel Santoro

miércoles, 13 de agosto de 2014

La Revolución en Tinta González

Juanjo Olivera

 “La Correspondencia Perón-Cooke es en verdad un vasto documento sobre la revolución en la Argentina, servido por un tejido de valoraciones y juicios sobre las cosas, que en el rápido tacleteo de las máquinas de escribir –o de la tinta simpática- con que eran elaborados, traducían las resonancias de los pensamientos políticos más sugestivos de todos los tiempos.” 
Horacio González. “La revolución en tinta limón, Recordando a Cooke”.  Unidos N° 11/12, octubre de 1986 
Este es uno de los textos que seguimos agarrando cada tanto cuando la practica política nos pone encrucijadas, para ver y entender un poco más el peronismo. Todas las cuestiones nodales, del peronismo que fue y del que viene, están redactados en la dramática “Correspondecia Perón-Cooke”, González bien nos alerta que el “peronismo son cartas”. Tal vez sean las cartas, lo que crea los diferentes peronismos más que el Perón gubernamental encarnado, del pasado luminoso y los discursos incandescentes del balcón de la Casa Rosada. El problema que desgrana el drama del peronismo de la resistencia es el de la autenticidad de las directivas de la conducción y la puja por el liderazgo local en la ausencia del líder. Esa necesidad de autenticidad persistirá en el peronismo incluso luego de la muerte del viejo general, pero ya para desacreditar al otro sector, de “ser o no ser”, de ser de la “primera hora”, peronista.

sin peronismo no hay revolución, pero no todo el peronismo es revolucionario; sin la izquierda no hay revolución, pero no toda la izquierda sabe entender al peronismo. Largas reflexiones éstas en donde debemos encontrar el germen de su teoría de la “burocracia” y del “gigante invertebrado”, al mismo tiempo que la laboriosa interpretación intentada para referir mutuamente la historia del peronismo y la historia de las izquierdas liberacionistas, en el bastidor de la revolución latino-americana”.
González resuelve a través de Cooke la dialéctica planteada por Eva Perón donde el peronismo sino asumía su ser revolucionario no sería nada. La respuesta a ese problema no resulta para nada sencillo, porque además el peronismo para Cooke contenía lo que llama González “la paradoja del lugar cambiado”, no era solo potencialmente revolucionario sino la amenaza real al status quo, y contrariamente, donde estaba el nombre de la revolución, en el Partido Comunista, esta se veía postergada. Sin embargo, como muestra González, Cooke resuelve esa tensión abriendo y no cerrando. Dirá, si no todo el peronismo es revolucionario y sin él la revolución es imposible, y la izquierda “sin sujeto” no comprende al peronismo, se deberá incluir a ambas experiencias en una nueva serie que las contenga en el bastidor de la revolución latino-americana, que para Cooke solo se podía realizar a la luz de la revolución cubana y si el peronismo se reconocía como un movimiento de ultra-izquierda ocupando un rol de vanguardia en los movimientos insurreccionales continentales. Claro está que la definición que le pedía Cooke le resultara imposible a Perón en su esquema pendular de bendiciones “urbi et orbi” y donde los “dispositivos” y las “formaciones” eran vistas como herramientas y aparatos políticos, utilizables según dispusiera el momento y la situación. Sin embargo, aunque el viejo general no estuviera dispuesto a compartir su mando, sabía que con el peronismo solo no alcanzaba, y aún con los desencuentros dramáticos de los 70, los jóvenes de entonces identificados con la izquierda peronista y la JP, llegaron a la conclusión luego de pasar por diferentes experiencias políticas en tiempos democráticos de los 80 y 90, que sin el peronismo era imposible.

“No es cierto ahora que debamos ser continuadores del pasado que no fue. A fuerza de verdad, nunca nadie lo es, por más que diga escuchar “lejanos mandatos”. En ese caso, mal se busca ser “nuevo” bajo ropajes antiguos que parecerían más dignos. Mejor sería reconocer rupturas, saber que somos otros, pero que cabalmente lo seremos si conseguimos releer esas voces antiguas, muy terribles, sin advenedizos temores.”

La revista Unidos, concentró a gran parte del peronismo de los 80, allí se ven los puntos de fuga. Todas las líneas políticas internas, si es posible decirlo del peronismo y si es que hay algo realmente por fuera del peronismo, y todos los problemas que tenía el peronismo. Entonces cada vez que nos vemos con la dificultad, algún nudo gordiano peronista que nos plantea la praxis política, Unidos, “las cartas” y “tinta limón”, llamados estos con el tono que se nombra a los amigos ya que uno con el tiempo se siente un poco amigo de un texto, recurrimos a ellos como textos imprescindibles y esclarecedores.
Unidos contiene todas las líneas y debates de lo que llama Álvaro Abós el post-peronismo. Nos muestra desde una forma poco habitual, como son sus propios escritos, la acción y el prontuario político de nuestros dirigentes, sus ideas de entonces. Así podemos ver notas del mendocino Bordón, de Chacho Álvarez, de Carlos Menem, de José Pedraza, el viejo sindicalista ferroviario que fuera citado por el mismo Hernández Arregui como exponente de un nuevo sindicalismo de liberación, en su momento de gloria, tal vez, y que convertido en burócrata sindical en los 90 y tras la muerte del joven Mariano Ferreyra la historia lo opaque y finalmente lo devuelva al olvido.
Unidos contiene todo lo caótico de las miles de líneas y capas que podía contener el peronismo renovador de los años 80, una revisión total y con todos para repensar la acción futura del peronismo, luego que los “mariscales de la derrota” como se los llamaba entonces al sintomático Herminio Iglesias y el sequito que acompañó a Italo Argentino Luder en las elecciones de 1983. Unidos era un big-bang de donde podrían surgir virtuosas constelaciones o el caos mas espantoso, la nada. Todos sabemos el final del cuento, la década menemista, el Frente Grande-Alianza y el 2001 que le pone cierre a toda aquella época post-peronista abriendo en el 2003 una novedad.

“No somos, no podemos ser cookistas, pero no ocurrirá nada interesante si el presente traza una muralla china contra las virtualidades no consumadas del pasado. Entonces, hay una forma ideal de ser “cookistas”, que también es la única que permite ser hoy peronistas, y que consiste en pensar que en la historia hay siempre algo más que nos excede y que no sabemos explicar, pero también es irreprimible el deseo de negarla en la que ella también nos niega, esas transformaciones que se prometieron y que nadie realizó.”

La revolución en tinta limón de González nos interpeló a finales de los 90 y en aquellos primeros años del 2000 a muchos de nosotros que nos encontrábamos en la búsqueda de rastros de futuro y de sobrevivientes que nos pudieran mostrar senderos ocultos por la maraña académica, la decadencia de los medios de comunicación, la frivolización de la política y las nuevas teorías de la filosofía política que arribaban con la crisis.
La voz  de González era para nosotros la voz perdida de John William Cooke, como también Rubén Drí era la voz de un Hegel tercermunista que nos acercaba a través de la dialéctica del amo y el esclavo a las experiencias de la Teología para la Liberación y en Alcira Argumedo encarnaba nuevamente la voz de un olvidado Rodolfo Kusch. 
En documentos de nuestra agrupación estudiantil, bautizada  John William Cooke, y bendecida en su presentación por Amanda Peralta y Envar el Kadri en la sede de Ramos Mejía de la Facultad de Ciencias Sociales, nos reconocíamos como “revisionistas de los revisionistas”  y desde ahí haríamos nuestro aporte. Decíamos “Las Cátedras Nacionales” de los años 70 como quien recita un mantra, decíamos Jauretche como talismán, un “San Jauretche”, dijimos Cooke y Perón como distintivo y bandera.
González, reúne sobre si una condición difícil de contener en un solo envase, la facultad de contener en su experiencia, en su obra, dos tradiciones no siempre concluyentes como son las estéticas culturales y la militancia política. Quien venga corriendo hacia él sin contemplar sus dos frentes se dará de bruces contra el viejo profesor.
En las primeras reuniones que nos juntamos con González para hablar de incluir una materia en la Carrera de Ciencia Política de “pensamiento popular argentino…” que por entonces era la carrera con mayor presencia de la Franja Morada pero con la huida de De la Rua en el 2001 la Franja se deshizo y el frente que integrábamos (el Movimiento de Refundación de Sociales) ganó el Centro de Estudiantes y las elecciones de la carrera con un amplio margen y eso nos permitió renovar e incluir algunos cambios en la curricula, la respuesta fue fulminante:

¡¡Popular!!
, le dijimos nosotros, además hay que llevar las discusiones del bar a los claustros.

En aquel entonces había bares donde se discutía, había estado el Bar del Sur en la sede de Marcelo T. de Alvear donde se hicieron mil charlas entre ellas la Cátedra Libre Che Guevara que organizara con gran éxito la agrupación El Mate, otro bar fue el Astillero atendido por Gustavo Bulla y Alejandro Montalbán y un alegre portugués que muchos recordaran y la Barbarie en la sede de Ramos Mejía. Entonces buscábamos argumentos para convencer a González que nos diera clases. González, sigue:

¡Ustedes están locos!
¡¡el bar!! ¡¡ponerle popular…!!
¿Qué se creen que soy? ¿Cursaron mi materia?
¡Esos son lo temas de Alabarces! ¡¡Me van acusar de plagio…!!
El bar está bien, pero la cursada y el aula…son importantes
¿Cómo vamos a dejar el aula o convertirla en un bar…?

Silencio total. Nos miramos entre nosotros, Cristian Vaneskeheian, Cora Arias y Eugenia Ball Lima, aquella tarde en el Afiche en M.T.A, éramos cinco desolados estudiantes prontos a recibirnos.
Nos dijimos ¿Y ahora? González terminó la coca-cola frunció el ceño y sonrió de costado y dijo:

¡Bue…no se, voy a ver que puedo hacer con este programa!
Eso de popular, no va, “político”, “pensamiento político”,
¿ustedes son de Ciencia Política, no?
¿Quién es el director? ¿Varnashi, Varnaghi? Bueno veremos, tengo poco tiempo y viajo mucho…

Finalmente en la siguiente reunión nos anotó el programa en una servilleta con una rubrica indescifrable y accedió a dar clases, pero con la condición que nosotros cursáramos también la materia y participáramos de la organización. Tomó la humilde revista “La Montaña” que publicábamos con otros compañeros de Comunicación y dijo:

¡¡Ah, La Montaña, como Lugones e Ingenieros!!

Cerró el maletín y se tomó un taxi.

Desde aquel segundo cuatrimestre de 2003 hasta hoy, con designaciones y sin designaciones, sin altas y con bajas, siempre bajo la promesa inconclusa, la materia Pensamiento Político Argentino se sigue presentando en Ciencia Política. Año tras año, siempre con un programa e invitados nuevos, con compañeros que se ponen el traje de alumno y alumnos que se asumen compañeros, vamos.  


viernes, 10 de enero de 2014


   

Teniente General Juan Domingo Perón y Juan José Castelli

Por: Juanjo Olivera

Conocido y en cierta forma, ya clásico, es aquel monologo de Leo Masliha que presentaba a finales de los años 80 en pequeños teatros de la calle Corrientes, donde una pareja que intentaba iniciar un romance ponía intersecciones de calles para concretar “La cita”. Claro está que lejos estaban aún de existir los mensajes de textos, los mails y los teléfonos celulares, y así el autor hilvanaba un montón de cruces donde los grandes nombres de la revolución se cruzaban. Ante la sugerencia de encontrarse en la esquina de Paraguay y Trotski, era negada por el otro enamorado debido a que no sabía donde se encontraban esas calles o discutían si se interceptaban o eran paralelas. Seguido a esto, el otro flechado por cupido, le sugería la opción de Mao y Sandocan, por ejemplo. De este modo, hay un largo dialogo de desencuentros, que a partir de desconocer la red vial de la ciudad que dibuja Masliha, hace imposible el inicio de la relación. Los nombres repican en los oídos del auditorio y subrayan con resaltador fluorescente que la atención presta a lo fuera de lugar, al lugar de los nombres cambiados, como aquello que Horacio González llamaría la paradoja de los “nombres cambiados” en la obra de John William Cooke, cuando en una dialéctica trágica expresa “en la Argentina los comunistas somos nosotros, los peronistas”. Finalmente la pareja de Leo Masliha no logra concertar la cita y terminan de la peor manera, lanzándose improperios y puteadas. No, como supondríamos, por la inclinación hacia alguno de los nombres que crujen y hacen ruido al estar juntos, tal como imaginamos que sucede cuando apagamos las luces y los libros comienzan a hablar y discutir entre si. El encuentro no se produce, simplemente porque la pareja no se puede encontrar. No reconocen los registros de la cuadrícula de una geografía que nos resulta irrisoria e imposible, como muchas de las calles que transitamos habitualmente en la Ciudad de Buenos Aires y que miradas a la distancia, tal vez no se diferencie tanto a la ciudad imaginada por el autor.
En los nombres de Perón y Castelli, Castelli y Perón, la sola disposición al ordenarlos presupone ya una lógica organizativa que puede ir desde la ubicación de la numeración de la traza al peso gravitacional que genera uno u otro nombre en la memoria histórica y cotidiana, que es lo mismo pero diferente, de un transeúnte. Perón, “ex Cangallo”, recuerda el memorioso que no puede recordar, ni le interesó jamás saber quién fue ese “ex”, aunque goza con la ignorancia ajena al saberse la vieja identidad de la calle.
La denominación “Teniente General Juan Domingo Perón” reviste ya una intencionalidad marcial. En lugar del nombre del líder, resalta más el intento de incorporar la figura al panteón oficial de la nomenclatura de presidentes y guerreros nacionales, que el que lo ata al imaginario popular como “el primer trabajador” que tararea en la memoria de miles de argentinos que unen ese nombre a una bandera de combate y que en algunos casos lo expone al juramento personal de llegar a la entrega total hacia una causa: “la vida por Perón”.
El reconocimiento y adscripción a la nomenclatura de la traza ciudadana requiere la desapasionada, correcta, institucional y homologada grafía de la letra del cartel azul con letras blancas. Remueve los incómodos y muchas veces resistentes al paso del tiempo, relatos pasados rubricados en tiza y carbón, los ferrites de las pintadas en las paredes y las aureolas de los apresurados aerosoles militantes, porque resultan imposibles al orden matemático de la racionalidad vial de los códigos urbanísticos y a los programas de lectura de Historia en los colegios. Si es posible hablar de la vida de los hombres en forma segmentada, el “joven Marx”, “el Gramsci de los cuadernos de la cárcel”, el “Trotski de Mexico”, el muro de la ochava nos sitúa en un Perón descarnado, homologado para los textos escolares de la Capital Federal, de las guias Filcar y los calendarios de efemérides.

Difícil es cambiar al habitual caminante de la ciudad, sabedor, porteño orgulloso, pedirle que no diga “Cangallo”, que olvide al ingles imperialista Canning para que lo suplante correctamente por los nuevos nombres del patriota Scalabrini Ortiz y Perón. En esta pelea por los nombres hay una batalla campal por el apoderamiento de trincheras de concepciones mentales y subjetividades que se han ido cimentado por el paso del tiempo y los blindajes de la hegemonía y el sentido común.
Durante los días en que salió la clase media a aporrear las cacerolas, con el apoyo de los medios de comunicación opositores y el gobierno de Mauricio Macri, era notable el gesto, el guiño, que significaba sostener empecinado como distintivo la vieja denominación. Como si porteño, partidario del PRO, defensor de los antiguos nombres, fueran la antinomia a Gobierno Nacional, partidarios del kirchnerismo y joven iconoclasta camporista dispuesto a cambiar la tranquilidad vial de un barrio.
Es que en cierta forma, la calle es una en un sentido objetivo e histórico “Tte. Gral. Juan D. Perón”,  y en otro sentido, subjetivamente y contra hegemónicamente “Perón”, a secas, y esa forma de decirlo es una divisa que enarbolada divide hombres en un combate cotidiano.
Por otro lado, más allá de las adaptaciones y reciclajes que deben hacer los Consejos Deliberantes y las Legislaturas para conseguir los consensos para realizar estos “reconocimientos” viales, el “Tte. Gral Juan D. Perón”, también ejerce una inclinación dentro del mismo peronismo, asociándolo a una forma de pensar y concebir al peronismo.

 Ese Perón de la nomenclatura vial dista mucho de ser, por ejemplo, el Perón de la izquierda del movimiento también caracterizado por Cooke como “el hecho maldito del país burgués”  que tenía la potencialidad y peligrosidad revolucionaria que le asignaba el imperio y lo equiparaba con otros movimientos insurrecciónales del tercer mundo.
El Perón de la chapa azul, es el de las legalidades y las normas de las burocracias castrenses y cuarteleras, del último peronismo que izaba  la insignia de ser el “verdadero” peronismo haciendo referencia al primer peronismo, negando el segundo peronismo, el del exilio y de la resistencia, que había invocado una posible reencarnación en un trasvasamiento generacional donde la vieja sangre del movimiento sería influida a las juventudes de los años 70 mediantes la bendición del líder.
El Perón de la foto con el caballo pinto, de la Evita enjoyada, el que compartía los desayunos con Isabel y López Rega, y el peronismo que pensaba en la necesidad de desactivar las “formaciones especiales” de la Juventud Peronista porque se habían “infiltrado” para disputar el movimiento e impedían el desarrollo pacífico del Pacto Social en el país, dialogan entre sí, se entienden perfecto, le hablan al mismo publico. Son los textos de la Comunidad Organizada, El Manual de Conducción, Los Apuntes Militares y La Razón de Mi Vida, leídos con devoción y guardados con feligresía en cajones familiares donde convivieron en el ostracismo la cotidiana defección por la necesidad del sustento y la rebeldía apaciguada del distintivo bajo la solapa. En el territorio donde no hay mucho más lugar que para la imagen de la estampa y el recuerdo de algún discurso incendiario dirigido desde el bacón de la Casa Rosada, no había ya espacio para las Cartas al Dr. Cooke.
¿Pero es posible realizar esos recortes en las vidas de las personas, en sus obras? ¿Podemos conocer el alma de un hombre en su recorte? Suponemos que no, que solo tendríamos estampas, fotografías de un momento, un icono para sintetizar y galvanizar una idea. Así, hoy sabemos por ejemplo, que el pensamiento del Che Guevara es más complejo que la idea que nos transmitía la foto de Korda en blanco y negro, por decirlo de alguna manera, había mas grises y colores que el lente no podía atrapar.
Entonces Perón es también el de esas imágenes y otras más, juntas y agrupadas, podemos, como un sinuoso rompecabezas percibir el drama y cierta totalidad de su obra.

El cruce de esos nombres, el de Perón y el de Castelli son significativos y relevantes, seguramente mucho más atractivos para el escritor de epopeyas y buscador de épicas que el paisaje real del lugar donde se haya la intersección. Urbanísticamente caótica y cosmopolita, transitan por allí todas las corrientes migratorias de este principio de siglo XXI. Se encuentran judíos y orientales fabricantes y vendedores mayoristas de ropa, con la mano de obra de trabajadores del Gran Buenos Aires, con los venidos de países limítrofes, y gente que carga con esfuerzo enormes bolsones para vender “al por menor” en los pueblos de las provincias argentinas. La cartelería y el transito son imposibles, con solo pararse un minuto en la vereda uno siente que molesta y que está ocupando un espacio que cuesta un dineral. Si para Scalabrini Ortiz, el Hombre que estaba solo y esperaba, estaba en Corrientes y Esmeralda, en Perón y Castelli, está el hombre que es explotado por las fuerzas del capital y no le queda tiempo para esperar, solo debiera irse rápido para salvar su vida. Visto el lugar desde las alturas de los edificios que rodean la esquina, es lo más parecido a ver un hormiguero o el trabajo comunitario de ciertas especies, y si bien la noche trae la calma, si no fuera por la cercanía con la vieja estación de trenes que trae una brisa distinta proveniente del oeste, la zona no estaría enganchada al resto del país. Si la estación de trenes y la noche, no estarían cerca, el lugar sería uno de los infiernos que modeló Roden en sus famosas puertas, y no sería parte del país sino una extensión de Hong-Kong, el Bronx de Nueva York o algún lugar del DF mexicano. Decirse argentino, aquí, es igual a decir marroquí, noruego o malayo. Aquí todo intento de nacionalidad es inútil y ridículo, el pasaporte suplanta al DNI y el dinero en efectivo al idioma.
Esas calles vienen y nacen en otros lados y otros tiempos. Si se cruzan en ese lugar estos personajes es por lo irrisorio, es como cuando dos personas quieren realizar un encuentro clandestino, buscan el lugar menos evidente.

¿Pueden hablar entre si Perón y Castelli? ¿Qué nos tienen para decir?
Los dos grandes oradores, seguramente quemarían miles de horas en un duelo verbal larguísimo. Castelli, “el Tribuno de la revolución” en textos de Andrés Rivera, nos repetiría con vocablos jacobinos y voluntad inflamable toda la confianza y la fuerza en la razón y el destino emancipatorio del hombre, del Ser. Castelli, uno de los pensadores y principales conspiradores del partido morenísta nos contaría los secretos de la pólvora revolucionaria, las intrigas de los poderosos y las traiciones de los débiles. El es quien fusila al héroe de la Reconquista de Buenos Aires, Liniers, y forma parte de aquellos primeros hombres de nuestra independencia americana que estaban más familiarizados con el comercio y los círculos literarios que con la vida militar que lo condujo a marchar al frente del ejército revolucionario porteño hacia la primera campaña al Alto Perú para contener el avance de las tropas del realista Goyeneche y que terminará con la derrota patria en Huaqui.
Castelli es el revolucionario. Su figura silenciada, su sombra fantasmal, opacada y limada resiste solo el olvido año tras año en cada niño que festeja la gesta del 25 de Mayo de 1810, y colgado en la nomenclatura vial nos hace un tin-tin metálico de cartel de chapa en la memoria, que nos recuerda que allí está, que no se fue.
Si Perón puede hablar el leguaje de la revolución, y se dirá que ciertamente lo ha hecho, es en el fondo el gran debate. Su idea de la revolución está estrechamente coaligada a la idea de orden, se interviene para organizar, para cambiar las cosas, pero la posibilidad del derramamiento de sangre para realizar los cambios profundos y estructurales no está en su doctrina. El costo de desangrar al país, de desarticularlo económica y socialmente es tan alto que es preferible apostar al tiempo más que a las armas.
El peronismo sería una revolución en sí. Una expresión concreta y limitada del cambio, dura lo que el peronismo dura en el poder, y puede reiterarse solo con este mismo gobernando. El jacobinismo de Castelli y los herederos de la Francia revolucionaria que se transfiere a los revolucionarios del siglo XX, sostienen que el rodar de las cabezas por el patíbulo era la forma de asegurar que no volviera el régimen depuesto. A la luz de los tiempos una y otra experiencia nos muestra que no estaban totalmente acertados ni totalmente equivocados. Los jacobinos no pudieron frenar la reacción y el paso del tiempo les señaló que aquello que creían terminado volvía, en el caso de la revolución francesa con la etapa napoleónica e Imperial, en el caso de la revolución rusa, el enemigo tan combatido, el mismo capitalismo a fines del siglo XX.
En el caso del peronismo esa no profundización y definición que le pedía Cooke que tuviese Perón, habría llevado al movimiento “potencialmente revolucionario” a convertirse en el “gigante, miope e invertebrado” y ser derrotado en el 55 por la alianza de las Fuerzas Armadas con la oligarquía terrateniente y el apoyo norteamericano. El peronismo al no definir su rumbo, corría el peligro de “terminar matándonos mutuamente”, como alertaba Cooke a principios de los 60, cosa que ocurrió a mediados de la década del 70 y ese desvarío se materializó con la peor expresión, la traición del menemismo de los 90.
Si los revolucionarios de 1810, jugaban, en palabras de David Viñas, un juego de mascaras donde simulaban ser monárquicos defensores de Fernando VII para ocultar su revolución jacobina, el peronismo triunfante de los 90, tras la mascara del peronismo revolucionario y los rasgos del caudillismo irredento se escondió el peor enemigo: la traición, latente en el movimiento nacional.
En cierta forma ambas experiencias son revolucionarias e inconclusas, pero por más lejanos que nos parezcan estos debates, individualmente, continúan integrando la cosmovisión de nuestro lenguaje político nacional y su gravitación oscila como un péndulo entre el conservadurismo, el reformismo y la revolución, interrumpidamente a lo largo de la historia argentina. No sabremos nunca los diálogos que pudieran tener estos hombres en los confines de la existencia histórica. Sabemos sí que ambos están clavados en la memoria de cada argentino y son llamados a la acción a la hora de pensar el bien y la grandeza de su país. El deseo, sería entonces, que logremos escapar al desencuentro en que caían los amantes de Leo Masliha y vencedores al fin a la invariante, encontrarnos volviendo a los lugares comunes y conocidos, en la reafirmación identitaria y emancipatoria, en la realización de nuestra Nación con un destino de libertad, justicia y soberanía popular. Como dice la marchita, donde reine el amor y la igualdad, o si se prefiere como la canción de la Asamblea de 1813 que saluda la libertad y la noble igualdad, casi lo mismo.



Once (notas para un recuadro)
¿Por qué Once?
Ese número nada dice y nadie se hace la pregunta, a nadie le importa. El nombre como lo poco de humano que existe allí lo acarrea de la terminal de ferrocarril, llamada Once de Septiembre, por el 11 de septiembre de 1852, cuando Buenos Aires se separó del resto de la Confederación Argentina.
Once es urbano, cosmopolita y marginal. Se venden las mercancías venidas de ultramar y las fabricadas en el país, con materias primas que llegan al país o se elaboran aquí. Sin embargo, personas y artículos son imposibles de reconocer como productos locales. Es el lugar por donde transcurre el comercio de bajo interés, ropa de mediana y baja calidad, basura electrónica de oriente, bijouterie y  juguetes importados. Las calles no están para ser transitadas por vehículos sino por los peatones que las invaden y los empleados de los negocios que cargan carros, y las veredas no cumplen para lo que fueron creadas, o mejor dicho, aquí fueron creadas no para que transite el peatón sino como una extensión del escaparate y el perchero del tendero.
El lenguaje de Once es universal. Porque su idioma es el dinero en efectivo, contado, monoseado, en fajos o en pilones, pero nada denota algún signo de riqueza, belleza o lujo.
La arquitectura del lugar no ha sido pensada para la vida del hombre, aunque haya gente que viva en algunos edificios, mayormente de alquiler o habitados por los hijos y parientes de los dueños judíos de los locales que dan a la calle.
La cercanía de la Estación de ferrocarril la une al cuerpo del país. Sin ese enganche, Once boyaría sin control de las autoridades y no se podría asirlo al mapa. Si no existiera el ir y venir de las personas que llegan y van en tren, que es la puerta de entrada hacia el oeste, antes el temido desierto, luego la campaña mirada con ilusión por los inmigrantes de finales de siglo XIX y principios de siglo XX, y hoy el conurbano profundo donde conviven el barrio privado con la villa miseria, Once quedaría librado al libre albedrío de los juegos del capital y el comercio. Si no existiera ese transito local por la zona, el poder de vigilancia y control estaría gobernado por los dueños de los locales y las cámaras de comercio y no por los funcionarios gubernamentales.

Si bien la noche le acerca aire al Once, también la transforma en un lugar oscuro y tenebroso. De la aglomeración de personas solo quedan algunos espectros encorvados sobre los tachos y bolsas que revuelven en busca de los despojos de cartón y tela que sobraron de los intercambios y del gran movimiento comercial que hicieron los dueños del Once durante el día. Caminar de noche por la zona es atraer la tristeza y la muerte.